domingo, 24 de abril de 2016

La Ruleta de la Fortuna

Querido amigo

La claridad del alba disipó las últimas penumbras de la noche y, a través de los tupidos estratos de bruma matutina, todo hasta donde se perdía la vista desde el ventanal de su alcoba amanecía sepultado bajo un denso y gélido manto de nieve, sobre el que apenas aún se apreciaba la carretera. Aquella tempestad que barría el país de norte a sur despertó en su psique un temporal de muy diferente sesgo.

Por primera vez desde que se instalara en aquella apartada casa de campo, sintió rejuvenecerse la ansiedad que otrora la consumiera. En vano buscar una gota de vodka con que aplacar el furor de su espíritu, en vano sofocarse con una calada a un cigarrillo.

Cierto día no muy lejano, había huido de las interminables jornadas de especulación e índices financieros, y de las temerarias transacciones en las que, por un decimal que bailara, se cosechaba una fortuna o se arriesgaba el cuello,..; y también había dejado atrás el primer trago de vodka con el que confundía la vacua euforia laboral cuando cada noche, reinando ya la madrugada, se derrumbaba en el bar más próximo a la oficina y, por unos instantes, calmaba el alarido de libertad que la oprimía, dando pie a veladas desaforadas donde no se miraba el dinero, y que culminaban, no pocas veces, esperando del glacial abrazo de algún extraño lo que los somníferos le negaban.

Pero todo lo abandonó sin despedirse una mañana de atasco. Sin saber cómo ni cuándo, se alejó de la ciudad por el primer desvío que se le presentó. No hubo premeditación, no reparó hacia dónde se descarriaba,  pero con idéntica naturalidad con la que cotidianamente se encaminaba al trabajo, aquella mañana desertó de la ciudad, de su esclavitud, de su libertinaje,.. como si alguien la aguardase al final de aquel viaje hacia algún recóndito paraje, yermo y sumergido en las mansas entrañas del olvido.

A mediodía se detuvo en una gasolinera y, mientras le llenaban el depósito, vació en un contenedor los rescoldos de la vida a la que renunciaba: un cartón de tabaco, una petaca de vodka, varias cajas empezadas de  ansiolíticos y -lo que mayor placer le causó- el portafolios repleto de documentos confidenciales. Cuando reanudó el viaje, sintió que volvía a respirar de nuevo, que se había quitado un peso de encima, y los ojos se le arrasaron de lágrimas.

Al anochecer cesó el llanto, y segura de haber alcanzado su destino, se detuvo en una cuneta, rodeada de tinieblas. Apenas podía aguantar el peso de sus párpados. El cansancio de varias horas al volante y la calma de espíritu que se amalgamaba con la dulzura del paisaje circundante, la arrojaron a un sereno sueño reparador -allí mismo, en el coche-, que por primera vez en mucho tiempo, no precisó de pastillas para inducirse. Al rayar el día, el alegre trino de los pájaros la despertó junto a una solitaria casa de campo. Unas horas después, firmó un cheque y, así de fácil, adquirió la hacienda, donde se instaló y dio por inaugurada una nueva etapa de su vida.

Al principio, se recogió en sí misma, extraviándose en largos y solitarios paseos por el monte, en los cuales anhelaba encontrase de nuevo; absorbiéndose durante horas en la contemplación de un nido, de un castaño, o de las nubes del cielo. Aventuras todas ellas, que no experimentara desde la primera infancia.

Buscó aislarse de todo estímulo perturbador que pudiera arrancarla de la ansiada paz con la que la naturaleza y el aire puro comenzaban a sanar su espíritu. La soledad y el silencio no tardaron en dar sus frutos, y a los pocos meses de retiro, recobró la sonrisa y el amor por la vida. Esta era su historia.

Sin embargo, aquella mañana, la angustia regresó de otro tiempo lejano y se apoderó de su ánimo. Aquel confinamiento distaba mucho de su encierro espiritual voluntario. Amaba ahora más que nunca su libertad, y se desesperaba ante el leve pensamiento de perderla, aunque se tratara de un hurto temporal por parte de la naturaleza. Pero por encima de todo temor, toda aquella albura que rodeaba la casa evocó en ella un porvenir llano y exento de emociones. Y, mientras, continuaba nevando. En una hora la carretera desaparecería junto al campo, todo sepultado bajo el gélido aliento del invierno, cerrando así la única vía de escape y abandonándola allí, prisionera en su propio hogar, en medio de un universo níveo.

Presa de pavor, montó en su coche y tomó rumbo hacia el pueblo vecino. Las ruedas patinaban en el asfalto helado. Conducía en vilo, concentrada en no quebrar el fino equilibrio entre el acelerador y el freno, ya que uno y otro recobraban entonces, como nunca, la eterna lid entre fuerzas antagónicas, entre la acción y la reacción que, cual amor y odio, se medían entre sí con riesgo de desatar el caos. Y el caos aguardaba en una curva cerrada, un giro del destino que trastornó sus planes y arrojó el automóvil al ribazo de la carretera. En balde intentó devolverlo a la calzada, cuanto más aceleraba, más ahondaban los neumáticos en la nieve terrosa.

Entonces, como un ser prehistórico, surgió una figura de la ventisca. Una sonrisa que se iba perfilando en la espesa bruma que envolvía la escena. Un aparecido de la nada que, como ángel custodio, bajaba del cielo para sacarla del atolladero. ¡Y qué sonrisa! Ni el frío ni la nieve que le cubría de la cabeza a los pies podían someterla.

- ¿Puedo ayudarte? - la interrogó, inclinándose hacia la ventanilla.

- No puedo salir de aquí. - respondió ella, sin soltar el volante.

Los ojos de aquel hombre brillaban como las cumbres de las montañas en una mañana despejada. No se hizo de rogar. Ante la estupefacción de ella, abrió el maletero del vehículo y buscó con que ayudarse para despejar la nieve que envolvía las ruedas. Al cabo de unos minutos, se le oyó gritar:

- ¡Acelere! 

Ella pisó el pedal y el auto amagó con liberarse de la trampa.

- ¡Acelere un poco más! ¡Un poco más! ... ¡Vamos, maldita sea! ¡Acelere! - bramó, como un animal herido.

Tres o cuatro empellones de acelerador más y el coche regresó a la carretera. Delante de sí enfilaba una larga recta hasta el pueblo, sin más curvas donde volver a entramparse.

- Muchas gracias, no sé cómo pagarle su ayuda... 

- Ahora ya es usted libre de nuevo. - replicó él, clavando su mirada y sonrisa en ella.

- ¿Quiere que le acerque al pueblo? 

- Gracias, pero no siempre se gana a la ruleta de la Fortuna...

- No me importa correr el riesgo.

. No desearía que ganara la banca

- ¿Por qué? 

- Porque - y se acercó al cristal de la ventanilla, tanto que ella creyó que se iba a meter en el coche por ella - lo perdería usted todo, señora... -  y, sin esperar a que ella pronunciara otra palabra más, volvió a difuminarse en la bruma, igual que había venido.

Al llegar al pueblo, se detuvo ante un control de la guardia rural. Por las calles del pueblo también se cruzó con varias patrullas. Sin duda, la guarnición se había movilizado ante las inclemencias de la nevada.

Condujo hasta el hostal, donde se alojó en una cálida habitación con vistas a la plaza mayor. Allí se hospedaría mientras durara la nevada, hasta que la nieve se fundiese y reapareciera la carretera. Necesitaba el calor de la civilización, por otra parte. Hacía tiempo que no conversaba con nadie, tan inmersa en su mundo había vivido desde que estrenara su nueva vida.

Con un vaso de vodka devolviéndole la sensibilidad de las manos, sintió ganas de sincerarse con la dueña del hostal, una mujer ya madura en años, que le inspiraba confianza. Muy lejos quedaban los advenedizos encuentros que abandonara en la ciudad, con quienes las palabras carecían de significado, impermeables a los sentimientos. Con aquella mujer se sintió segura, libre de todo examen y juicio. La nieve, la vida en el pueblo, el color de los campos, el manantial de la montaña, la rueda de molino,.. todo cobraba un valor especial, todo emergía como ambrosía que sólo unos privilegiados arribaban a saborear con los cinco sentidos. Charlaron hasta muy tarde y, cuando se despidieron para retirarse a dormir, le extrañó la agitación con la que aquella mujer cerraba la puerta, los postigos de las ventanas, clausurando la casa con meticulosidad.

- No vaya a ser que se nos meta en casa el demente ése que anda buscando la guardia - se explicó, ante la mirada interrogante de su huésped.

- ¿Un demente? 

- Sí hija, sí, un loco muy peligroso que se ha fugado esta mañana del sanatorio. Pero no temas, que si se atreve a asomarse, no le lucirá bien el pelo - concluyó la casera, esgrimiendo un gran cuchillo de cocina.

Aquella noche, apenas pudo conciliar el sueño. Los efluvios del vodka, el fortuito encuentro en medio de la nieve, la ruleta de la Fortuna, aquella enigmática mirada, la noticia de la evasión del psicópata..., formaron un combinado demasiado fuerte para el sosegado espíritu que había ido cultivando en los últimos meses.

Durante los tres días que duró el temporal, en el pueblo no se hablaba sino de la fuga del manicomio. En un lugar donde nunca acaece nada de importancia, la población se olvidaba por unos días de las comidillas de vecinos que adornaban sus vidas cotidianas para departir de un asunto de verdad, de los que terminan por atraer a la prensa.

Ella, sin embargo, ocultó el extraño encuentro que había tenido en la nieve. Sentía un fuerte presagio. Tan poderoso, que sentía que todo le daba vueltas alrededor doquiera que recordase aquella mirada, aquellas coléricas voces que se ahogaban en la compacta quietud circundante.

De vuelta a su casa, el corazón le latía cada vez más fuerte cuanto más se aproximaba. A lo lejos distinguió el penacho de humo que vomitaba la chimenea. Sus sentidos se erizaron. Detuvo el coche en la puerta principal. Unos ojos brillantes como los rayos del sol que atraviesan un lago, y una sonrisa imborrable se asomaban a través de una ventana.

Comprendió entonces que le faltaba algo en la nueva vida que había adoptado. No podía cortar abruptamente con su pasado, porque extrañaba el apego al riesgo, el jugarse el cuello en todo momento. Y había que estar muy loca para enfrentarse, día a día, con la incertidumbre de la vida, que gira y da premios, o se lo lleva todo de golpe, como en una ruleta de la Fortuna.

Un abrazo

domingo, 31 de enero de 2016

Voz de luz

Querido amigo:

Había una vez una ciudad maravillosa donde vivía una chica que no hablaba. Los vecinos se habían acostumbrado a verla recorrer siempre el mismo camino, siempre a la misma hora, lloviese o luciese el sol, de su casa al mirador del mar y de éste a su casa. Y nadie, nadie, le había oído jamás pronunciar palabra alguna.

Conforme crecía la muchacha aumentaba también su belleza, por lo que muchos pretendientes se le acercaban con la esperanza de conquistar su corazón, mas ella si quiera les dirigía la mirada e, imperturbable, continuaba su camino, ensimismada en su profundo silencio.

El día que cumplió la mayoría de edad ocurrió algo asombroso. La chica salió de su casa antes de la hora de costumbre, mucho antes de que se hubieran despertado los vecinos, y no se encaminó hacia el mirador del mar, sino que se adentró en la ciudad por primera vez en su vida.

Recorrió sus calles todavía desiertas, embelesada con tanta hermosura. De repente, le llamó la atención algo, produciéndole gran agitación. Volvió sobre sus pasos para detenerse ante un escaparate donde se exhibía el retrato de una hermosa mujer, su vivo retrato.

 Una fuerza para ella hasta entonces desconocida le infundió el valor para entrar en aquel comercio, el único misteriosamente abierto en toda la ciudad a aquella temprana hora. La estancia se envolvía en sombras. A medida que sus pupilas iban dando forma al mostrador, las estanterías y el abigarrado género que la rodeaba, vislumbró en tinieblas a un hombre, cuya voz la cautivó desde el primer instante.

- Pasa, no temas-, le dijo con ternura.

- ¿Quién es la mujer del retrato que hay en el escaparate? -, preguntó ella, sorprendiéndose a sí misma con el timbre de su propia voz.

- Es la mujer que amo, así la soñé, así la pinté-, precisó el hombre.

- Me he reconocido en ella...- apenas pudo pronunciar, porque el hombre se incorporó y, emergiendo de la penumbra, se acercó hasta ella y la abrazó.

- Entonces -, susurró él -te amo-.

Sólo entonces descubrió al joven y hermoso rostro que encarnaba la voz que la había apasionado, pero también la falta de expresión de sus oscuros ojos, porque el muchacho no podía ver. ¿Cómo había podido retratarla con tanto detalle? Por otra parte ¿es que no se había sorprendido a sí misma escuchándose hablar por primera vez en su vida?

 Olvidando todas esas preguntas, dejando atrás cualquier posible temor, ladeó la cabeza y le ofreció sus labios, fundiéndose ambos en un largo beso. Cuando abrió los ojos, los de él habían cobrado vida. El rostro de ella, sólo soñado hasta entonces, se dibujaba en la retina inmaculada del muchacho a medida que la escasa luz del alba iluminaba el milagro del amor.

En realidad, sólo un sentimiento ancestral y eterno podía explicar como ella le brindó sus ojos y él a ella su voz; un misterio que ningún vecino alcanzaba a comprender cuando se cruzaban con el muchacho ciego y la muchacha muda, a la misma hora, lloviese o luciese el sol, de la tienda al mirador del mar.

Un abrazo

domingo, 22 de marzo de 2015

La Corrala

Querido amigo:

Había una vez una comunidad de vecinos, cuyas vidas coincidían en una recoleta corrala. Allí tendían la ropa, lavaban las bicicletas, jugaban con los niños, celebraban las fiestas del barrio o se sentaban a charlar en las cálidas veladas estivales.

La existencia discurría como un río de mansa superficie, cuyo fondo surcaban turbulentas corrientes. De ahí que en la corrala reverberasen los pulsos vitales de sus habitantes. con sus pasiones y bajezas, sin que nada empañara en apariencia la gozosa armonía del día a día.

Cada cual guardaba sus secretos, y la mayoría se jactaba de haber descubierto los secretos ajenos, aunque pocos admitían que sus propios secretos volaban también de boca en boca, como mariposas en un florido prado.

Al cabo de un tiempo en la comunidad, todo recién llegado terminaba por enredarse en la tupida tela de araña que sostenía la convivencia cotidiana. Incluso los espíritus más reacios y reservados; no se diga ya, de los más locuaces. Una vez prisioneros en la red, como incautas moscas, costaba mucho desasirse y alejarse para contemplar la corrala a la juiciosa luz de la perspectiva.

Sólo un observador neutral podía confraternizar en el patio sin caer en la tela. Harto difícil parecía vivir como un funambulista emocional, caminando por la delgada cuerda que separaba la vida íntima de la vecinal. Porque más tarde o más temprano, todos hemos menester de expresar nuestros sentimientos, y dicha flaqueza tan humana bastaba para que la red nos capturara. O bien llegaba un día en que algún vecino revelaba alguna "inocente" observación sobre nosotros, y claro, desmentirla o reconocerla requería, casi siempre en estas ocasiones, enmadejarnos del todo.

Un espectador neutral había de inmiscuirse en todo y pasar inadvertido al mismo tiempo. Debía aprender a domeñar sus impulsos lo bastante como para no delatarse, y a la par, no despertar hacia sí el interés de ninguno de los fisgones que poblaban la corrala. No parecía de este mundo, semejante observador, pero existía, empero.

Apareció una mañana en la corrala, meneando alegremente su rabico. La portera fue a buscar el escobón para echarlo fuera, pero el perrico la conquistó con sólo una mirada; unas pupilas plenas de ternura y cariño que desarmaron toda renuencia en la buena señora. Luego alguien le bajó las sobras del almuerzo en una escudilla, y desde aquel momento la corrala adoptó al vagabundo.

He de confesar que el canino me desconcertó desde el primer instante que nos vimos. Esa agudeza en su mirada, como si entendiera nuestras pláticas vecinales, o la ironía burlesca que traslucía su forma de sacar la lengua. Cuando una vez le sorprendí rascándose detrás de la oreja, comprendí que había captado todas las sandeces que profería mi vecino sobre montar un gimnasio en la corrala. Juré entonces, incluso, que hasta le vi guiñarme un ojo.

Conforme pasaban los días, el nuevo inquilino de la corrala me tomó afecto, y no desaprovechaba oportunidad para colarse en mi cuarto de estar. Desplegaba en sus visitas toda una suerte de dotes teatrales, nunca antes vistas en un perro. Carecía de palabras, pero sus gestos no daban lugar a dudas. Anonadado, yo no le quitaba ojo, mientras que me llovían a la mente los más estrambóticos pensamientos. Como si de una misteriosa telepatía perruna se tratase, reflexionaba, pues, sobre el descompás que había entre los ritmos vitales de algunos vecinos, ritmos que medían la tolerante paciencia, o la paciente tolerancia - como se prefiera-, manantial de calladas discordias. De ahí, el fluido mental saltaba de la metafísica al chismorreo, como que tal se había enamorada de cuál, o que éste no tragaba a aquel.

No compartí con nadie aquellas confidencias con el perro. No se me hubiera creído y, lo que es peor, me hubiera labrado reputación de loco. Reconozco que yo mismo no las tenía todas conmigo. Por consiguiente, acabé por obsesionarme con el animalico, y lo sometía a cerrada vigilancia, en tanto que él me propinaba miradas tranquilizadoras, insinuándome que no había de qué preocuparme.

Dicho esto, se retiraba a llevarle el correo a una anciana que apenas salía de su casa; o mecía con el rabo la cuna de un bebé, que al punto cesaba en su lloriqueo, sumiéndose en profundo sueño; o bajaba la basura de un señor que padecía de gota; o jugaba a la pelota con la chiquillería de la corrala.

Pese a tales gracias, nadie concedía la menor importancia al chucho, como se referían a él con un deje de desdén. ¡Como si todas aquellas virtudes se esperaran de un perro cualquiera! Pero nuestro perro, no era un cualquiera.

Tanto insistió con sus visitas a casa, que terminamos haciéndonos uña y carne. No había anécdota ni reflexión que no compartiera conmigo. Yo tampoco tenía secretos para él, pues confiaba plenamente en su discreción. ¡Ay, y qué buenos ratos pasamos juntos! Todavía lo estoy viendo, parodiando como el fulano le hizo trampa a las cartas al mengano.

Una tarde, al despertarme de la siesta, me lo encontré en la cocina, terminándose los restos de un potaje. Había confianza, como ya he dicho. Tras saciarse, me miró con pena, como nunca antes me había mirado, para luego pronunciar perfectamente: Querido amigo, me marcho. Tengo perra y cachorros que me necesitan y en esta corrala ya he cumplido bastante. Cuídate mucho y hasta siempre. 

Nos dejó, efectivamente. A ningún vecino le extrañó verle salir de la corrala, porque siempre había entrado y salido cuando le placía, pero al anochecer le echaron de menos. Al poco, se habían olvidado de él. No así yo, que me acuerdo de aquel perro todos los días. Claro que, ausente él, yo mismo he ocupado el lugar del observador neutral, pues a nadie he logrado volver a confiar mis sentimientos, ni a nadie le preocupan lo más mínimo; de manero que existo en la tela de araña, más como araña que como mosca, tejiendo pacientemente silenciosos retales que mantengan, como siempre, la armonía de nuestra recoleta corrala.

Un abrazo

domingo, 1 de febrero de 2015

La herencia

Querido amigo:

Aquella mañana se celebraba uno de los consejos de dirección más importantes, sino el que más, de la historia de la compañía. Tras cinco décadas al frente de la misma, el abuelo fundador carecía ya de fuerzas para seguir gobernándola, y había convocado en consejo a sus hijos y nietos para nombrar a un nuevo presidente.

Vetusto y achacoso, el nonagenario llegó el primero a la elegante sala, ubicada en la última planta del imponente rascacielos que albergaba la sede de la empresa. El edificio más emblemático para la firma más prestigiosa de la ciudad. Ni la altura desde la que se dominaba un vasto paisaje, ni el lujo austero de la sala de juntas remembraban los humildes cimientos de aquel colosal imperio.

Mientras aguardaba la llegada de sus familiares, el anciano se abstrajo evocando con nostalgia el primer taller, el primer contrato de ventas, la primera oficina, las inacabables jornadas de trabajo hasta bien entrada la madrugada, los tiempos duros - que nunca faltaron-, los entrañables y leales colaboradores, la expansión internacional, el reconocimiento y... La amarga resonancia del siguiente recuerdo ensombreció el ánimo del viejo.

Poco a poco se fue poblando la sala. Los últimos comparecieron con más de media hora de retraso. Creyendo que el abuelo cabeceaba adormecido, unos y otros conjeturaban en voz baja quién heredaría la corona, Mas no sesteaba el patriarca, si no que escrutaba con agudo oído cuánto se murmuraba en los distintos corrillos que se habían cerrado a su alrededor.

Llevaba años temiendo este momento, pero llegado al mismo, creía haber resuelto la mejor decisión para la familia y para la empresa. Había meditado hondamente sobre cada uno de sus hijos. Todos ellos se habían educado en el mejor colegio de la ciudad, aunque con expedientes muy disímiles, Todos ellos prefirieron hacer carrera con sus propios negocios y aventuras, aunque al final, todos ellos acabaron por regresar a él, implorando abrigo bajo el paraguas protector del imperio paterno. No podía reprocharles nada, pues como niños ricos los mimó y como niños ricos se comportaban.

Al mayor le legó su carácter fuerte y emprendedor, lo cuál no dejaba de inquietarle. A la edad de su primogénito, el padre también había alzado la voz ante algún subordinado, pero el tiempo y el enorme esfuerzo consagrado a la causa mercantil, le habían propinado muchas curas de humildad, y hoy en día se avergonzaba aún de aquella temprana soberbia. Por ello, la soberbia de su hijo también había de aguardar sus propios remedios, y no pocas veces barajó la opción de testar en él.

A su manera, se sentía orgulloso de cada uno de sus hijos. Sin embargo, ninguno mostraba los atributos idóneos para patronear el buque. Otro tanto se podía contar de los nietos, a excepción de uno de ellos.

El nieto díscolo. Nada podía esperarse de él. Siempre obedeció a sus impulsos, nunca le importó nada. Los demás herederos le habían descartado de la carrera sucesoria. Sin embargo, a pesar de que nunca se había dignado a presentarse a ningún consejo, el abuelo se empecinaba en conservar su sillón vacío, esgrimiendo que su nieto nunca le había pedido dinero y que, si hacía su voluntad, se mantenía a malas penas con el fruto de su propio esfuerzo.

El abuelo carraspeó y se hizo el silencio en la sala. Todos contenían la respiración, expectantes a las palabras del fundador. Pero éste callaba.

- ¿Esperamos a alguien más? - inquirió el primogénito.

El abuelo no respondió, posando la mirada sobe el sillón vacante.

El hijo mayor iba a replicar que no merecía tanta consideración quien sobradamente había ignorado todo interés por la compañía, pero se hubo de morder la lengua, porque justo entonces se abrió inopinadamente la puerta de la sala para dar paso al nieto rebelde. No llegaba solo, pues le acompañaba un joven empleado de la compañía quien, no encontrando donde sentarse, se apartó, discretamente, de pie en un rincón. Sólo entonces, el patriarca inauguró la sesión.

- Tenemos mucho trabajo y no deseo abusar más de vuestro preciado tiempo. Al contrario que en consejos anteriores, hoy os hablaré como padre o abuelo, y no como el Presidente de esta casa.  

Uno de los nietos irrumpió en aplausos, que se contagiaron por toda la sala hasta apagarse abruptamente delante de la gravedad marmórea del abuelo. Rehecho el silencio, éste prosiguió:

- Lo que voy a compartir hoy con vosotros no se lo he confesado nunca a nadie, y espero que no trascienda de esta sala. En primer lugar, me complace presentaros a Mario, quien no se ha filtrado en este consejo por casualidad, sino invitado directamente por mi. 

Todos se giraron para apreciar mejor al intruso, dedicándole miradas de indiferencia y recelo. El joven bajó la mirada al suelo, muy turbado.

- Por si no lo sabéis - reanudó el abuelo -, Mario trabaja con nosotros desde hace cinco años. Al contrario que vosotros, Mario tuvo que superar muchos obstáculos hasta llegar hoy aquí. Nació en una familia humilde que, sin embargo, se sacrificó para que estudiara, y él no desaprovechó la oportunidad. Con nueve años cayó enfermo, y durante meses los médicos creyeron que nunca volvería a caminar, pero Mario luchó hasta la extenuación para levantarse y avanzar hoy hasta aquí. Mientras vosotros disfrutabais de felices veranos en la mansión de la playa, Mario servía mesas en un bar de la ciudad, o daba clases particulares a otros niños, o cargaba cajas en un supermercado.

Uno de los nietos bostezó, lo que no pasó desapercibido a los ojos del patrón.

- Levántate y cede tu sillón a Mario - le increpó el viejo-.

La tensión se espesó como un embalse a punto de reventar.

- Tal vez te aburran mis palabras - continuó el abuelo, dedicando una mirada severa al azorado nieto -, pero no habrás de soportarlas mucho más tiempo, así que ten paciencia hoy-.

Una pausa, para que el abuelo se aclarara la garganta con un vaso de agua.

- A lo largo de estos cinco últimos años, he observado muy de cerca la trayectoria de Mario, descubriendo en él a un profesional honrado, paciente, prudente y perseverante. 

Mientras tanto, Mario escuchaba atónito los elogios de aquel anciano, a quien no había visto sino en revistas y periódicos. No daba crédito a cuanto sucedía en aquellos instantes, pensando incluso que se estaban burlando de él, un sencillo empleado, apenas un engranaje o una débil tuerca en la gran maquinaria que representaba aquel Titanic. El Presidente leyó el desconcierto en el semblante pudibundo del muchacho.

- Tal vez ignores, Mario, todo cuanto ahora oyes. De seguro tampoco sabrás que yo, personalmente, pagué tus estudios; ni adivinas que yo, también, sufragué tu traslado a la costosa clínica de rehabilitación donde lograste volver a andar; ni que velé en todo momento porque no carecieras de dinero para libros y material durante tus estudios universitarios; ni que yo, consciente de que aprovechabas las oportunidades, instruí para que se te concediera la beca con la que pudiste cursar ese desorbitante máster. Asimismo, desconoces que yo mismo, ordené que se te propusiera una oferta de empleo en esta casa, 

El estupor de Mario se generalizó por toda la sala, entre la familia del abuelo. Sin mediar palabra, cada cuál se preguntaba quién, a parte de un chiquilicuatro cualquiera, podía ser aquel Mario, que tantas atenciones había merecido del patriarca. Mario, a su vez, se disponía a abrir la boca, pero un gesto del viejo le detuvo.

- Finalmente, también ignoras que detentas tanto derecho en esta empresa como el que más de los que estamos congregados en esta sala. Enseguida comprenderás la razón por la que no tienes nada que agradecernos.

Mutismo absoluto en la sala. Nadie se atrevió a moverse.

- Hace muchos años, durante la guerra, me reclutaron como a tantos jóvenes de la época. No importaron mis ideas políticas, que nos las albergaba, sino que podía empuñar un arma contra el bando enemigo. Ninguno sabéis cuánto puede uno llegar a aburrirse en una trinchera, durante horas, días, meses,... de tensa espera. El frío y el hambre nos igualaron a todos y, tal vez por ello, un golfillo de barrio sin oficio ni beneficio como yo, terminó trabando amistad con un joven ingeniero de brillante futuro. Tampoco las balas enemigas seleccionan entre buenos y malos, torpes o genios. Cercenaron el porvenir del mejor amigo que nunca he tenido, que cayó abatido en mis brazos. Unos días antes, compartiendo una botella de vino y unos cigarrillos de picadura, planeábamos abrir juntos un taller cuando concluyera la contienda.

Las nubes cubrieron el sol, el paisaje urbano se oscureció, y tímidas gotas de lluvia comenzaron a salpicar los ventanales de la sala.

- Al regresar a casa busqué sin éxito a la viuda del malogrado compañero, pero nada. Removí Roma con Santiago, para apenas averiguar que la familia del ingeniero había abandonado la ciudad durante la ofensiva. Con la ciudad reducida a una escombrera, pasarían muchos años antes de que los oriundos tornaran a poblar las reconstruidas calles. Supe entonces de aquella mujer, a quien localicé en una de las misérrimas construcciones que habían sobrevivido a los bombardeos. Mientras tanto, durante aquellos años que sucedieron a la conflagración, yo había puesto en obra el sueño de mi añorado camarada de armas, fundando el taller, que ya comenzaba a cosechar los frutos de un esfuerzo contumaz. Nada quedaba entonces del chulo de bario que un día fui. 

La llovizna dio paso a la tormenta, y un fuerte céfiro comenzó a azotar los ventanales.

- No sin mucho insistir, aceptó la viuda mi ayuda, gracias a la cuál pudo mudarse a una casa mejor, aunque sin grandes alardes. Quise también ayudar a su hijo, pero ya era un mozo a quien se le habían agostado los años de estudiar, por lo que convinimos en que fuera su primogénito, Mario, quien se beneficiara de los réditos de la idea que, años atrás, su abuelo me había confiado en una húmeda y putrefacta trinchera. He aquí la razón por la que hoy Mario, que ha heredado el talento y bondad de su abuelo, tomará las riendas de esta compañía. 

Un tremendo trueno rompió tras el anuncio del patriarca. Un enorme revuelo se adueñó de la sala. El pobre Mario se había quedado petrificado, sin saber cómo reaccionar. A su alrededor, todos se confundían en un gran barullo de reproches, vituperios y censuras. Sólo el viejo patriarca se cató del momento en el que su nieto más réprobo estrechaba sonriente la mano del aturdido Mario para felicitarle por su nombramiento, el cuál, reaccionando, tomó la palabra:

- Señor, no merezco tamaña responsabilidad, me falta experiencia... -, mas no pudo continuar, porque el viejo volvió a interrumpirle.

- Ciertamente, joven, que te falta experiencia. Por ello, dispongo que mi hijo mayor trabaje contigo, codo con codo. Su valiosa experiencia te ayudará a tomar las mejores decisiones -. Luego, dirigiéndose a su primogénito, le espetó: A partir de ahora, Mario ha de ser como tu propio hijo ¿me oyes? 

El hijo mayor refunfuñó, pero el anciano dirigente persistió en su arenga.

- Hijo, tu mal carácter te destruirá, a menos que te enmiendes. Espero que esto te sirva de cura de humildad. Mario pondrá el ingenio que esta empresa requiere para afrontar el incierto futuro. Confía en él. Sin embargo, Mario necesita de tu experiencia para capitanear el barco. Mario, confía en mi hijo. La clarividencia de Mario habrá de complementarse con la tenacidad y empuje de mi hijo. 

Desvelado el secreto de la sucesión, algunos se incorporaron para marcharse.

- Aún no hemos terminado- objetó el abuelo.

La tormenta había amainado y el arco iris lucía de un cabo al otro de la ciudad. Todos regresaron a sus asientos.

- Posiblemente ninguno lo sabéis, pero entre vosotros hay uno cuyas cualidades merecen resaltarse. Embarcó hace años hacia al tercer mundo, con una mano delante y otra detrás. Según he sabido, trabajó para una misión de caridad sin pedir nada a cambio. Él, educado en la excelencia como todos vosotros, puso toda su preparación al servicio de los más desfavorecidos, sin reparar en las consecuencias ni en el provecho propio. Me consta, incluso, que llegó a contraer unas fiebres tropicales de las que milagrosamente salió vivo. No por ello se arredró, y al reponerse, perseveró en su trabajo, con mayor entrega aún. Cuando le llamé para que compareciera hoy aquí, no vaciló ni un instante. Aterrizó en la ciudad sin nada, igual que se marchó, pero la sonrisa que nunca se borra de su faz trasciende la dicha que rebosa en su alma. 

Todas las miradas recayeron esta vez sobre el nieto hereje, el "nieto pródigo".

- A la inventiva y sencillez de Mario y al tesón e impulso de mi hijo hay que sumar la humanidad y el altruismo de mi nieto. Porque una empresa que olvida su vocación de servicio a la sociedad, se condena a sí misma. Sólo así, aunando tres carismas tan dispares, me retiro contento y esperanzado en que sabréis continuar la obra que os lego, que a su vez testaréis con sapiencia a generaciones ulteriores. 

Dicho esto, el anciano se levantó con dificultad, y apoyándose en su bastón, se marchó de la sala. A sus espaldas quedó un silencio extraño, en el que todos trataban de asimilar cuanto acaba de acaecer.

Aquella empresa prosiguió la misión encomendada, granjeándose un lugar en el corazón de la vieja ciudad, como símbolo inequívoco de que el poder de una idea, con trabajo y generosidad, cimenta la convivencia, la fraternidad y la solidaridad sobre la cual crece todo nuestro mundo. Y el sol, aquella tarde, volvió a brillar sobre la ciudad.

Un abrazo

domingo, 25 de enero de 2015

De luces y lucientes

Querido amigo:

Cuando era un párvulo, el pequeño Paco se ocultaba detrás de las faldas de su madre cuando pasaba la comparsa de gigantes y cabezudos de su pueblo. Sobre todo temía a los cabezudos, que perseguían a chiquillos y mozos, repartiendo latigazos a diestro y siniestro. No así a los reyes, altos y torpes, que se limitaban a danzar sin propinar varazos a nadie.

Ya de mozalbete, todas aquellas fobias pueriles se fundieron en la fría noche de la infancia, al calor de la descollante razón juvenil. Una vez, finalizada la fiesta, sorprendió a los hombres desprendiéndose de sus cabezudos tras las bardas de un corral. Desde entonces ya sí que no cupo duda alguna, y las consejas de los viejos sobre cabezudos que raptaban a los zagales traviesos para asarlos en el monte, perdieron toda su pavorosa influencia. Ya no había que cuidarse de nada para desatar los poderosos instintos, propios de su edad.

Así pues, tan pronto asomaba la comparsa por las puertas del corral, el joven Paco se arrojaba en medio de la calle para, con risas y mofas, provocar la persecución de los cabezudos; y correr después como un poseso, confiado en dejar atrás a los pobres viejos que los portaban.

Las luces de su  razón siguieron madurando y, hecho ya casi un hombre, dejó de burlarse de los cabezudos, para inspirar con ellos su delicada sensibilidad artística. Aquellos entrañables monigotes de madera y cartón caricaturizaban a alguaciles, caciques, moros, bandoleros, gobernadores y otras tantas terribles potestades que, a caballo de los siglos, habían amedrentado al sufrido pueblo. Pero el siglo XVIII pondría fin a todo despotismo - creía Paco, cuyos cándidos pinceles retrataban el escarnio popular que en ferias y romerías se tributaba a quienes, otrora, disciplinaban cualquier censura o descontento -. Para Paco, los cabezudos encarnaban la máscara con la que los hombres cubren sus complejos y debilidades, disfraz que mueve a la risa de los más humildes en una nueva página del largo libro de la Humanidad, narrada por la razón y alumbrada por el sentido común. Así pues, vivirían como iguales, todos los hombres sin excepción, en dulce paz y armonía.

Enfrascado en tan elevadas ideas, se abandonaba en largos paseos por los plantíos y campos que cercaban su amado Fuendetodos,  Y perdido por recónditas cañadas, impregnaba sus ojos de la viva luz que resplandecía en aquella tierra que le viera nacer.

Iba gozando de una de estas excursiones en cierta ocasión cuando, a cierta distancia y rodeados de un árido secarral, columbró a dos hombres, enterrados hasta las rodillas en el campo, batiéndose a garrotazos. Liquidaban tan brutalmente sus diferencias, solos en espantoso duelo, sin padrinos ni testigos, bajo el sol ardiente,

Cuando Paco los descubrió, ya sus rostros chorreaban bañados en sangre y sudor, y con sus diezmadas fuerzas alzaban los pesados garrotes para asestarse los mandobles finales. La riña culminó con uno de los contendientes desplomado muerto sobre el surco arado en el predio, tiñendo la tierra con la sangre que manaba de las entrañas de su cabeza abierta.

Con horror Paco espió al vencedor, vacilante y exangüe, enterrando al vencido. No hubo crimen, no hubo delito, cuando dos hombres iguales apelaban a los instintos más primitivos para rematar su pleito. Sólo el cielo, el sol, el campo desierto, un perro famélico y quejumbroso, y los ojos del pintor fueron testigos de semejante barbarie.

A buen resguardo se tendió Paco, hundiendo su pecho en la tierra, para evitar ser apercibido por el homicida, que finalizada su faena, regresó malherido al pueblo, mientras al pie de la improvisada fosa, el triste perro alzaba su aullido al viento, llorando al descalabrado amo. Nunca ser vivo manifestó tanta soledad y duelo.

En las pupilas del pintor quedarían imperecederamente grabadas aquellas tétricas y amargas experiencias de la crueldad humana, contrastando con la lealtad del animal. Aquellas imágenes asomarían muchos años más tarde al alma atormentada del pintor, ya anciano y vencido por la ferocidad y encarnizamiento que había presenciado en sus días.

Por el pueblo apenas se comentó la desaparición de un rico labrador, que abandonando esposa, prole, y un perro muerto de hambre, había emigrado a las Américas; aunque las murmuraciones pronto señalaron al otro rico labrador, quien una mañana había aparecido molido y quebrantado por las coces que le había descargado una mula en el campo.

El joven pintor guardó silencio, si bien, por su cuenta, realizó discretas indagaciones. Se desvelaba por comprender qué sacro santa causa había llevado a tal bestial lid a ambos rivales. ¿Una ofensa de honor? ¿Una mujer? ¿La linde de unas tierras? Palideció cuando supo que se habían desafiado sólo por ideas; por creer en dos realidades opuestas; por razonar con justicia dispar cómo regir el pueblo. Agotadas las ideas, brotaron los garrotazos.

En las romerías que siguieron a aquel acontecimiento, el labrador victorioso se enfundó triunfante el cabezudo que satirizaba la figura del cacique, Goya lo contempló recorrer las calles, persiguiendo a la alegre chiquillería, y aquella fiesta de la cultura popular, madurada en la honda tradición secular, tornóse de pronto en un esperpento brutal. "El sueño de la razón produce monstruos", escribiría mucho después.

Imágenes oscuras como la sinrazón que duerme latente en el espíritu de todo hombre, mortificaron la vejez del pintor, que sordo y aislado del mundo, se sinceró con los muros inmaculados de su casa, liberando el alma con sus pinceles, ya que el silencio la había abrasado durante tantos años.

Un abrazo

domingo, 18 de enero de 2015

El premio

Querido amigo:

A la desesperada, un joven aceptó una oferta de trabajo en un país remoto, que ni siquiera hubiera sabido ubicar en el atlas. Llevaba tanto tiempo desempleado, que poco a poco había ido rebajando sus expectativas, acuciado por la ansiedad y las deudas que se le acumulaban.

No cobraría mucho de entrada, pero el contratante le prometía jugosos aumentos al cabo de seis meses. De forma que, aquel 1 de enero se embarcó rumbo a una ciudad ignota en el corazón de un país ignoto.

Ni en sus peores pesadillas hubiera esperado encontrarse lo que se encontró allí. Hubo de conquistar el primer impulso de abordar el próximo vuelo de regreso, recordando a la familia que allí le aguardaba con sus apuros financieros. No podía fallarles en aquellos momentos. Así fue como se halló, de un día para otro, viviendo en un mundo ajeno a todo cuanto hasta entonces había conocido.

Nadie de su familia supo jamás las calamidades que hubo de soportar durante aquellos interminables meses, Nunca supieron que unas fiebres estuvieron a punto de llevárselo por delante, que donde mejor pudo instalarse rebosaba de insectos, que padeció hambre y sed ante la escasez de alimentos que castigaba al país, que a diario había de recorrer largas distancias bajo un tórrido sol hasta su lugar de trabajo, ni que fue testigo de una miseria terrible.

Nunca supieron que que le habían robado varias veces, ni que hasta le secuestraron para liberarle después de haber pagado su propio rescate, No llegó a entender por qué alguien allí anhelaba dinero, pues no importaba cuánto se poseyera, ya que no había qué adquirir con él, ni tan siquiera los productos más básicos.

Por el contrario, tampoco supieron que la bondad de algunas personas de aquel país se volcó con él mientras deliraba sin fuerzas en su catre, que en su trabajo ayudó a muchos nativos a acceder a alimentos y cuidados médicos, que estos le integraron no como a uno más, sino como a un hermano, que las experiencias allí vividas no se le borrarían jamás del alma, ni que allí descubrió el significado del amor por la vida,

Ambos relatos, los buenos y los malos, formaban las dos caras de una misma moneda, y eran indisociables entre sí. De haber contado sólo los bellos recuerdos, hubieran descubierto también los enormes sacrificios a los que se vió forzado.

No, más valía regresar con una sonrisa, reflejo de un alma engrandecida, y retratar un paraíso terrenal de exuberantes paisajes, de pequeños lujos y magníficas aventuras. En su familia recibieron con tanta alegría aquellos relatos fabulosos como el generoso salario recibido.

Al poco de regresar a su patria, al abrir el cajón de su mesilla de noche se deslizó un décimo de lotería de Navidad. Más tarde comprobaría que había sido premiado, pero que habían transcurrido los tres meses de plazo para cobrarlo.

Pensó que, de haberlo descubierto antes, habríase ahorrado aquel viaje a aquel país remoto, desconocido y mísero, que no habría tenido que jugarse la vida; pero que tampoco habría experimentado la grandeza del espíritu humano, ni se hubiera descubierto a sí mismo.

Tampoco refirió a nadie cómo, con una sonrisa verdadera, rasgó en pedazos el décimo caducado, para dedicarse, de ahí en adelante, a vivir la vida.

Un abrazo

El Gordo de Navidad

Querido amigo:

A las 10:24, un grito quebró la concentración de toda la oficina. Pocos levantaron la cabeza por encima de sus pantallas, mientras que la mayoría fingió no haber escuchado nada y se mantuvieron impasibles con la mirada fija y los oídos bien abiertos.

Nuevos rumores, nuevos gritos, abrieron súbito paso a la algarabía. Acababan de cantar el Gordo de Navidad y, el que más o el que menos, llevaba algo del número; el que se había distribuido entre los empleados de la empresa.

A partir de aquel momento estalló la fiesta. Besos y abrazos se prodigaban por doquier, incluso entre quienes hacía años que no se dirigían la palabra. La alegría y la bonanza todo lo perdonaban. Se vivieron instantes de histeria colectiva, de risas y lágrimas, de improvisados coros, una verdadera confusión de teléfonos...; improvisados cálculos, para averiguar cuántas trampas taparía la dotación del premio, así como consejos para cobrar los décimos.

El director salió de su despacho. Enseguida se vio rodeado de la alegría popular. Algunos, incluso, hasta se atrevieron a estrecharle la mano vigorosamente, confianza insólita con el sátrapa cuyo yugo de acero despertaba las más recónditas inquinas.

Sin embargo, el jefe permanecía imperturbablemente serio, mirando con indiferencia y tendiendo la mano floja a quienes le saludaban. Con voz cortante exhortó a su secretaria: "Dígale a Mínguez que venga a mi despacho inmediatamente".

- ¡Mínguez! ¡Mínguez! - se distinguió entre la fiesta. - ¡Mínguez! ¡Mínguez! - todos le buscaban. Habrá salido al aseo un momento, o a llamar por teléfono afuera, en alguna sala más tranquila.

Al cabo de unos minutos, el propio director indagaba personalmente por Mínguez, que parecía haberse desvanecido. Ni siquiera contestaba al teléfono.

- ¡Pero si estaba aquí hace un momento! 

- ¡Dónde! Dónde! - chilló histérico el director.

Pero, a quién le importaba el dichoso Mínguez, ahora que les habían llovido los millones, muchos barruntaban dejar el trabajo y darle una buena patada en el culo a aquel tirano basilisco que les había hecho la vida imposible durante tanto tiempo. Los alaridos del jefe se ahogaron entre la música, los gritos de júbilo y los brindis desenfrenados con champán.

De Mínguez nadie volvió a saber nada. Sobre el respaldo de su silla abandonó su chaqueta. Como si se lo hubiera tragado la tierra, desapareció con el décimo que jugaba a medias con el señor director.

Un abrazo